Esta
es la historia cualquiera de una pelota cualquiera. De las quizá
millones o trillones o cuatrillones de pelotas que debe de haber en
el mundo. Pelotas de tenis, de waterpolo, de ping pong, de badminton,
de golf. Pelotas hechas con papel de plata, de plastilina o de las
que dan vueltas y más vueltas peinando los desiertos mexicanos de
las películas americanas. Pelotas de baloncesto, pelotas vascas,
incluso pelotas de goma.
Pero
la historia que hoy quiero contar es la de una pelota de fútbol. La
de una pelota cualquiera pero única al mismo tiempo, sin copias ni
hermanas mellizas. La historia de esta pelota. De mi pelota.
Mis
amigos me llaman Kone y vengo de una de estas regiones remotas que
los europeos llaman el África subsahariana. Da igual de dónde,
tampoco es que importe mucho. Pero como no estoy contando mi
historia, sino la de mi pelota, voy a intentar ceñirme a ello.
A
mi abuelo le llevó unos días fabricarla. Lo hizo en la aldea en la
que vivíamos y usando materiales estrictamente naturales, nada de
fibra sintética ni todas estas cosas que se usan hoy en día. Era
del color de la tierra y tenía las costuras de un rojo granate, como
se tiñe la sangre cuando se coagula. También recuerdo el tacto
perfectamente. Rasposo y suave al mismo tiempo, no puedo describirlo
del todo.
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Ilustración: Adrià Fruitós |
Y
no me separaba de ella. Mi abuelo me decía que no tuviera tanto
miedo de perderla, que las cosas que tememos acaban sucediendo más
fácilmente. Pero yo no podía soltarla, y cuando la cedía para
jugar algún partido con mis amigos sentía siempre una tensión
espantosa que no podía controlar y me bloqueaba, y no podía jugar
porque todos los músculos de mi cuerpo se paralizaban e impedían
que me moviera con naturalidad. Y entonces mi padre se ponía muy
nervioso. Y me chillaba que tenía que jugar, y jugar muy bien. Y
volvía a repetirme que no se sabía cuándo iba a pasearse por la
aldea uno de esos europeos ricos que trabajan para grandes clubes de
fútbol buscando nuevos talentos. Y yo volvía a rechistar diciéndole
que todo eso no eran más que chismes alimentados por la imaginación
de la gente que se aburría en la aldea, y él volvía a abofetearme,
preso de la rabia y de una frustración vital que nunca iba a
abandonarle.
Pero
un día cualquiera el destino de mi pelota cambió y de golpe se vio
envuelta en un fajo de tela blanca que le privaba de la cálida luz
del sol africano. Y empezó el peregrinaje. Cruzamos medio
continente, ahora a pie, después subidos en un viejo autocar mal
pintado, finalmente entre ganado montados en un camión.
Cuando
destapé por fin mi pelota era de noche y una superficie
infinitamente negra nos desafiaba, quieta y callada. Y entonces
recordé las veces que mi amigo Abdou me había descrito el mar como
algo hermoso, brillante y conmovedor. Y pensé que por qué me había
mentido de aquella manera. O quizá aquél no era el mismo mar del
que todos hablaban. De repente una luz cegadora, los susurros
nerviosos, movimientos y empujones. Había que subir rápidamente a
la barcaza. Al rato de zarpar la superficie aterradora nos rodeaba
por todas partes, como una mano negra amenazante. El silencio era
sepulcral. Y al cabo de unas horas, y mientras todos dormían, el
viento empezó a soplar con más fuerza y la barcaza a zozobrar como
un títere a punto de romperse. Y la lluvia, y las olas. En nada
habíamos volcado. Nadie sabía nadar, y en unos minutos dejaron de
oírse los gritos frenéticos, poco a poco, y las voces solitarias en
medio de la nada se deshincharon como se deshincha un globo cuando
pierde todo su aire, su razón de ser. Yo cerré los ojos y empecé a
rezar, como me había enseñado mi abuelo que debía hacer una vez
llegara el momento. Pero no había llegado. El estruendo de un trueno
hizo que los abriera de nuevo instintivamente y el rayo cegador que
cruzó el cielo a continuación me dejó ver un objeto redondo a un
par de metros de donde me encontraba. Mi pelota. Desconozco todavía
cómo, pero el hecho es que llegué hasta ella, la abracé y
permanecí en esa posición durante un tiempo indeterminado. Cuando
oí la sirena del barco ya había amanecido.
No
volví a ver mi pelota nunca más. Cuando desperté en aquel yate de
salvamento nadie sabía nada de mi balón. Intenté preguntarlo
haciendo señas, expresándome de la mejor manera posible, pero todos
pensaban que divagaba por el frío y el cansancio y no hacían más
que recomendarme que volviera a dormirme. El hecho era que mi pelota
se había ido.
Era
posible que se hubiera lanzado al mar –quizá le había gustado el
suave balanceo de las olas y el tacto de la sal- o que incluso se
hubiera ido con cualquier otro chico subsahariano o europeo que la
necesitara más que yo. Incluso era una posibilidad que hubiera
encontrado un rincón confortable en aquel barco de salvamento en el
que se sintiera como en casa, o que prefiriera quedarse en cubierta
observando sin más el terrible drama que azotaba continuamente las
aguas malditas sobre las que se mecía.
Yo,
sin embargo, seguí con mi propia historia.
Publicado en Revista Panenka. Abril 2014
Publicado en Revista Panenka. Abril 2014
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