lunes, 17 de noviembre de 2014

Breve historia de una pelota

Esta es la historia cualquiera de una pelota cualquiera. De las quizá millones o trillones o cuatrillones de pelotas que debe de haber en el mundo. Pelotas de tenis, de waterpolo, de ping pong, de badminton, de golf. Pelotas hechas con papel de plata, de plastilina o de las que dan vueltas y más vueltas peinando los desiertos mexicanos de las películas americanas. Pelotas de baloncesto, pelotas vascas, incluso pelotas de goma.

Pero la historia que hoy quiero contar es la de una pelota de fútbol. La de una pelota cualquiera pero única al mismo tiempo, sin copias ni hermanas mellizas. La historia de esta pelota. De mi pelota.

Mis amigos me llaman Kone y vengo de una de estas regiones remotas que los europeos llaman el África subsahariana. Da igual de dónde, tampoco es que importe mucho. Pero como no estoy contando mi historia, sino la de mi pelota, voy a intentar ceñirme a ello.

A mi abuelo le llevó unos días fabricarla. Lo hizo en la aldea en la que vivíamos y usando materiales estrictamente naturales, nada de fibra sintética ni todas estas cosas que se usan hoy en día. Era del color de la tierra y tenía las costuras de un rojo granate, como se tiñe la sangre cuando se coagula. También recuerdo el tacto perfectamente. Rasposo y suave al mismo tiempo, no puedo describirlo del todo.


Ilustración: Adrià Fruitós


Y no me separaba de ella. Mi abuelo me decía que no tuviera tanto miedo de perderla, que las cosas que tememos acaban sucediendo más fácilmente. Pero yo no podía soltarla, y cuando la cedía para jugar algún partido con mis amigos sentía siempre una tensión espantosa que no podía controlar y me bloqueaba, y no podía jugar porque todos los músculos de mi cuerpo se paralizaban e impedían que me moviera con naturalidad. Y entonces mi padre se ponía muy nervioso. Y me chillaba que tenía que jugar, y jugar muy bien. Y volvía a repetirme que no se sabía cuándo iba a pasearse por la aldea uno de esos europeos ricos que trabajan para grandes clubes de fútbol buscando nuevos talentos. Y yo volvía a rechistar diciéndole que todo eso no eran más que chismes alimentados por la imaginación de la gente que se aburría en la aldea, y él volvía a abofetearme, preso de la rabia y de una frustración vital que nunca iba a abandonarle.

Pero un día cualquiera el destino de mi pelota cambió y de golpe se vio envuelta en un fajo de tela blanca que le privaba de la cálida luz del sol africano. Y empezó el peregrinaje. Cruzamos medio continente, ahora a pie, después subidos en un viejo autocar mal pintado, finalmente entre ganado montados en un camión.

Cuando destapé por fin mi pelota era de noche y una superficie infinitamente negra nos desafiaba, quieta y callada. Y entonces recordé las veces que mi amigo Abdou me había descrito el mar como algo hermoso, brillante y conmovedor. Y pensé que por qué me había mentido de aquella manera. O quizá aquél no era el mismo mar del que todos hablaban. De repente una luz cegadora, los susurros nerviosos, movimientos y empujones. Había que subir rápidamente a la barcaza. Al rato de zarpar la superficie aterradora nos rodeaba por todas partes, como una mano negra amenazante. El silencio era sepulcral. Y al cabo de unas horas, y mientras todos dormían, el viento empezó a soplar con más fuerza y la barcaza a zozobrar como un títere a punto de romperse. Y la lluvia, y las olas. En nada habíamos volcado. Nadie sabía nadar, y en unos minutos dejaron de oírse los gritos frenéticos, poco a poco, y las voces solitarias en medio de la nada se deshincharon como se deshincha un globo cuando pierde todo su aire, su razón de ser. Yo cerré los ojos y empecé a rezar, como me había enseñado mi abuelo que debía hacer una vez llegara el momento. Pero no había llegado. El estruendo de un trueno hizo que los abriera de nuevo instintivamente y el rayo cegador que cruzó el cielo a continuación me dejó ver un objeto redondo a un par de metros de donde me encontraba. Mi pelota. Desconozco todavía cómo, pero el hecho es que llegué hasta ella, la abracé y permanecí en esa posición durante un tiempo indeterminado. Cuando oí la sirena del barco ya había amanecido.

No volví a ver mi pelota nunca más. Cuando desperté en aquel yate de salvamento nadie sabía nada de mi balón. Intenté preguntarlo haciendo señas, expresándome de la mejor manera posible, pero todos pensaban que divagaba por el frío y el cansancio y no hacían más que recomendarme que volviera a dormirme. El hecho era que mi pelota se había ido.

Era posible que se hubiera lanzado al mar –quizá le había gustado el suave balanceo de las olas y el tacto de la sal- o que incluso se hubiera ido con cualquier otro chico subsahariano o europeo que la necesitara más que yo. Incluso era una posibilidad que hubiera encontrado un rincón confortable en aquel barco de salvamento en el que se sintiera como en casa, o que prefiriera quedarse en cubierta observando sin más el terrible drama que azotaba continuamente las aguas malditas sobre las que se mecía.

Yo, sin embargo, seguí con mi propia historia.


Publicado en Revista Panenka. Abril 2014



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