El problema no era que mi mujer fuera
actriz. O sí. No lo sé. El problema, era, en concreto, que me
gustaban los personajes que interpretaba más que ella misma. Fuera
el que fuera. Daba igual si se trataba de una mujer tórrida,
desenfadada y provocativa o si interpretaba a una monja de clausura.
El hecho es que, fuera cual fuera el personaje, siempre brillaba con
una luz especial, fuera de lo común, una luz que, por desgracia, mi
mujer no tenía. Tampoco es que no quisiera a mi mujer. Ni siquiera
me solía fijar en las chicas guapas que pasaban por la calle ni
nunca, en veinte años de casado, había tenido un desliz, ni
siquiera una pequeña tentación. Pero sus personajes... aquello era
otra cosa. Simplemente me gustaban más.
La cosa empezó unos años atrás. Ella
ya hacía por lo menos diez que se dedicaba al mundo del teatro. Pero
un día cualquiera de un año cualquiera, en el estreno de una de las
tantas obras en las que había trabajado, todo cambió. La luz de
aquel personaje me traspasó el alma, sentí cómo mi piel se
agrietaba al recibir su destello, y luego los músculos entumecidos,
las venas tensas y rígidas, el corazón al borde del colapso. En
aquel momento no entendí nada. Estuve unos días anonadado, no me
enteraba bien de las cosas y en el trabajo me llamaron varias veces
la atención. Mi mujer me preguntaba si tenía algún problema, si
quizá empezaba a atravesar la crisis de los cuarenta o si se trataba
más bien de algún asunto relacionado con la salud. Yo la
tranquilizaba y le decía que todo estaba bien, que sería la
primavera y el tiempo, que no se preocupara.
A partir de ese momento, el de la
revelación, me fue pasando con todos los personajes a los que
interpretaba y simplemente acabé acostumbrándome. Aprendí a vivir
de aquella manera, a enamorarme una vez tras otra y a que el sueño,
al acabar la obra, se desvaneciera. Después todo se teñía de nuevo
de un gris tristón como un prado sin verde y yo esperaba
pacientemente, yendo del trabajo a casa y de casa al trabajo, a que
llegara la próxima función.
Así aguanté unos cinco años, más o
menos, siempre bajo la mirada inquisitoria de mi mujer, que de tonta
no tenía un pelo. Hasta que un día sucedió que me enamoré tanto y
tan profundamente de uno de sus personajes que ya no hubo marcha
atrás. Y sus miedos, sus manías y sus defectos, se pegaron a mi
piel como el olor a pescado o a podrido, como el aroma a humedad de
un bosque a primera hora de la mañana o el olor a leche materna. Y
tanto era el estado de éxtasis al que estaba sometido que no tuve
otro remedio que declararme.
-Quiero que huyamos lejos de todo y de
todos, solos tú y yo.- le espeté un día al acabar la función, ya
en el camerino.
-Pero qué dices, Luis. ¿No ves lo
cansada que estoy? Sólo quiero ir a casa y que me des un masaje en
los pies.
-No, no, a casa no. En casa está mi
mujer. Y algunos días vienen las niñas a comer. Yo te quiero sólo
para mí. Esta tarde he conseguido que por fin me despidan. Me van a
dar una indemnización. Con eso podemos ir tirando viviendo en
moteles, por aquí, y por allí. A la aventura. ¿Qué te parece?
Después ya buscaremos un trabajo o algo y nos instalaremos en algún
sitio como todo el mundo.
-Ya no tiene gracia la broma, Luis, de
verdad que estoy muy cansada y me estoy empezando a poner de mal
humor. Llama a un taxi, haz el favor.
-Pero ¿es que no te das cuenta? Aquí
nos asfixiaremos. Mi mujer no permitirá que vivas con nosotros, va
de moderna pero tampoco lo es tanto, y además no tendremos...
-Mira no sé a qué estás jugando pero
definitivamente ya me he cansado. Yo me cambio, me cojo un taxi y me
voy para casa. Tú verás lo que haces.
Dicho lo cual se levantó, se instaló
detrás de un biombo y a los pocos minutos apareció mi mujer.
La observé de arriba a abajo sin decir
palabra, pensando sólo en un sueño que acababa de esfumarse. La vi
igual que siempre. Su melena pelirroja, sus ojos verdes inquietantes,
las piernas largas y esbeltas, el torso bien contorneado. Ni rastro
de la luz.
-Si quieres quedarte aquí a dormir, tú
mismo-. Y me dejó a oscuras, como castigado, rodeado de espejos,
pelucas, maniquíes, boas y demás objetos variopintos relacionados
con el mundo de la farándula.
A mí sólo se me ocurrió sentarme en
el suelo, agazapado en un rincón cualquiera. Al rato me eché a
llorar como un niño.
Todavía hoy sigo haciéndolo.
Todavía hoy sigo haciéndolo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario