sábado, 21 de marzo de 2015

El mundo sin luz

          El problema no era que mi mujer fuera actriz. O sí. No lo sé. El problema, era, en concreto, que me gustaban los personajes que interpretaba más que ella misma. Fuera el que fuera. Daba igual si se trataba de una mujer tórrida, desenfadada y provocativa o si interpretaba a una monja de clausura. El hecho es que, fuera cual fuera el personaje, siempre brillaba con una luz especial, fuera de lo común, una luz que, por desgracia, mi mujer no tenía. Tampoco es que no quisiera a mi mujer. Ni siquiera me solía fijar en las chicas guapas que pasaban por la calle ni nunca, en veinte años de casado, había tenido un desliz, ni siquiera una pequeña tentación. Pero sus personajes... aquello era otra cosa. Simplemente me gustaban más.

          La cosa empezó unos años atrás. Ella ya hacía por lo menos diez que se dedicaba al mundo del teatro. Pero un día cualquiera de un año cualquiera, en el estreno de una de las tantas obras en las que había trabajado, todo cambió. La luz de aquel personaje me traspasó el alma, sentí cómo mi piel se agrietaba al recibir su destello, y luego los músculos entumecidos, las venas tensas y rígidas, el corazón al borde del colapso. En aquel momento no entendí nada. Estuve unos días anonadado, no me enteraba bien de las cosas y en el trabajo me llamaron varias veces la atención. Mi mujer me preguntaba si tenía algún problema, si quizá empezaba a atravesar la crisis de los cuarenta o si se trataba más bien de algún asunto relacionado con la salud. Yo la tranquilizaba y le decía que todo estaba bien, que sería la primavera y el tiempo, que no se preocupara.

          A partir de ese momento, el de la revelación, me fue pasando con todos los personajes a los que interpretaba y simplemente acabé acostumbrándome. Aprendí a vivir de aquella manera, a enamorarme una vez tras otra y a que el sueño, al acabar la obra, se desvaneciera. Después todo se teñía de nuevo de un gris tristón como un prado sin verde y yo esperaba pacientemente, yendo del trabajo a casa y de casa al trabajo, a que llegara la próxima función.
Así aguanté unos cinco años, más o menos, siempre bajo la mirada inquisitoria de mi mujer, que de tonta no tenía un pelo. Hasta que un día sucedió que me enamoré tanto y tan profundamente de uno de sus personajes que ya no hubo marcha atrás. Y sus miedos, sus manías y sus defectos, se pegaron a mi piel como el olor a pescado o a podrido, como el aroma a humedad de un bosque a primera hora de la mañana o el olor a leche materna. Y tanto era el estado de éxtasis al que estaba sometido que no tuve otro remedio que declararme.

          -Quiero que huyamos lejos de todo y de todos, solos tú y yo.- le espeté un día al acabar la función, ya en el camerino.
          -Pero qué dices, Luis. ¿No ves lo cansada que estoy? Sólo quiero ir a casa y que me des un masaje en los pies.
          -No, no, a casa no. En casa está mi mujer. Y algunos días vienen las niñas a comer. Yo te quiero sólo para mí. Esta tarde he conseguido que por fin me despidan. Me van a dar una indemnización. Con eso podemos ir tirando viviendo en moteles, por aquí, y por allí. A la aventura. ¿Qué te parece? Después ya buscaremos un trabajo o algo y nos instalaremos en algún sitio como todo el mundo.
          -Ya no tiene gracia la broma, Luis, de verdad que estoy muy cansada y me estoy empezando a poner de mal humor. Llama a un taxi, haz el favor.
          -Pero ¿es que no te das cuenta? Aquí nos asfixiaremos. Mi mujer no permitirá que vivas con nosotros, va de moderna pero tampoco lo es tanto, y además no tendremos...
          -Mira no sé a qué estás jugando pero definitivamente ya me he cansado. Yo me cambio, me cojo un taxi y me voy para casa. Tú verás lo que haces.

          Dicho lo cual se levantó, se instaló detrás de un biombo y a los pocos minutos apareció mi mujer.

          La observé de arriba a abajo sin decir palabra, pensando sólo en un sueño que acababa de esfumarse. La vi igual que siempre. Su melena pelirroja, sus ojos verdes inquietantes, las piernas largas y esbeltas, el torso bien contorneado. Ni rastro de la luz.

         -Si quieres quedarte aquí a dormir, tú mismo-. Y me dejó a oscuras, como castigado, rodeado de espejos, pelucas, maniquíes, boas y demás objetos variopintos relacionados con el mundo de la farándula.

          A mí sólo se me ocurrió sentarme en el suelo, agazapado en un rincón cualquiera. Al rato me eché a llorar como un niño.

          Todavía hoy sigo haciéndolo.



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