lunes, 17 de noviembre de 2014

El miedo mío

Yo solía tener pesadillas. Me había quedado horas en vela pensando en que en cualquier momento iba a entrar por la puerta una de esas bandas que roban con violencia. Un par de encapuchados sin escrúpulos dispuestos a apalizar a quien sea con tal de llevarse un portátil de mala muerte. Estaba tan segura de que iban a entrar por la puerta de mi casa que podía oír los pasos y todo, cómo respiraban, cómo se movían.

          Ahora pasan por delante de la cocina, pensaba, y entonces fabricaba mentalmente, en tres o cuatro segundos, la estrategia. Movería el mueble zapatero de mi habitación para bloquear la puerta y mientras tanto llamaría a la policía. También me asomaría por la ventana y me pondría a chillar como una loca hasta que se iluminaran todas las ventanas de mis vecinos. Cuidado. Ya están aquí. Queda nada. Atenta. El corazón a mil por hora. Intento ponerle coraje al asunto, pero la verdad es que el miedo me bloquea los músculos y el pensamiento, tanto que casi no me puedo mover. Y cuando pienso que ya está, que todo ha terminado, resulta que no pasa nada. Pasan un par de minutos y tampoco. Nada de nada. Me relajo, y finalmente reúno el valor para levantarme y asomarme por la puerta. Nada. Todo en orden. Respiro aliviada.

Me meto en la cama de nuevo, y aunque no quiero dormirme, el cansancio y la tensión acumulada me pueden y caigo rendida. Son las cinco de la mañana.

Es realmente sorprendente la capacidad que tiene nuestro cerebro para hacernos creer lo que no es, cómo puede ser más fuerte nuestra realidad mental que la realidad objetiva, o lo que los seres humanos, desde nuestra infinita ignorancia, llamamos de algún modo realidad objetiva. Así somos, así es el miedo, y así nuestra mente. Y también así es como algo que puede parecer anecdótico nos hace tremendamente frágiles, tan frágiles como un bebé perdido en el centro de una gran ciudad. Nos quedamos literalmente en pañales para quien quiera aprovecharse de ello. Y no son pocos, desgraciadamente.

El miedo a perder el trabajo, a no poder pagar la hipoteca, a no tener para comprar un vestido nuevo a nuestros hijos, a la incertidumbre, el miedo a la libertad, a no seguir el camino marcado, a que los bancos se queden sin dinero, el miedo al cáncer, a nuestra propia muerte y a la de nuestros seres queridos, a la guerra y a la violencia; el miedo al vecino, al aburrimiento y al silencio, a nuestro jefe o a la proliferación nuclear en Irán, el miedo a pasear solos de noche por una calle oscura, a cruzarnos con algún conductor borracho o a que nos chafe un autobús. El miedo a que haya vida en Saturno, a quedarnos solos. El miedo a todo.

El miedo. Tan humano y tan inhumano al mismo tiempo. La felicidad es la ausencia de miedo, dijo alguien alguna vez, pero entonces… ¿realmente existiría sin él? ¿podría existir el ying sin el yang? ¿la bondad sin la maldad? Quizá nuestra única misión sea intentar superarlo para vivir lo mejor posible, quizá sólo se trate de una carrera de obstáculos con el fin de estar lo más preparados posibles para el Miedo Final. Quizá sea posible superar todos nuestros miedos pero sólo algunas personas lo consigan. O que la solución se encuentre sólo en nosotros mismos y en nuestra capacidad de elaborar complicadas estrategias de superación y adaptación. Quizá sólo se trate de perderle el miedo al miedo y aceptarlo para enfrentarlos a él las veces que haga falta, sabiendo que jamás va a desaparecer. O de, muchas veces, identificar el miedo que nos manipula, el que proviene de las grandes corporaciones, el que se nos inculca desde esa pequeña pero poderosa esfera que domina la humanidad.

¿Pero cuánto de serio es el miedo? ¿Cómo se mide? ¿Cómo se sabe cuán importantes son nuestros miedos realmente, si al fin y al cabo no somos más que insignificantes bichitos que viven en una bola colgante en la inmensidad de la oscuridad? ¿Y si no somos tan importantes? ¿Y si nos pasamos el tiempo sufriendo, pensando y temiendo en lugar de coger lo que está a nuestro alcance y disfrutarlo? El miedo está basado en la paranoia, que es lo que lo alimenta; que pensemos en él las veinticuatro horas es lo que le da fuerzas, tanto que casi podemos convertirlo, si ponemos empeño, en un verdadero depredador.

Recuerdo un episodio en la escuela de teatro donde estudiaba. Tenía que interpretar un papel que me encantaba. El personaje era realmente delicioso y muy dentro de mí algo me decía que era absolutamente capaz de representarlo, dotarlo de credibilidad y emocionar al público presente. Pero la inseguridad, el miedo al qué pensarán y a la crítica del día posterior y el pánico a la opinión que mi profesor pudiera tener de mi actuación me empequeñecieron hasta niveles que, la verdad, nunca hubiera imaginado. Y la actuación, obviamente, fue un fiasco absoluto. Sencillamente la salvé como pude, primero por mi compañero de escena y segundo para no largarme corriendo de allí y montar un número. De nuevo el miedo me comió de un bocado. Después escupió los huesecillos y allí quedé yo, desanimada y con la autoestima por los suelos. Lo que aprendí de aquel episodio es que quien me tragó, masticó a su antojo, y después escupió fui, en el fondo, yo misma. No fue ni mi profesor, ni fueron los nervios, un texto complicado, o un lapsus memorístico. Fui yo y nadie más que yo. Yo creé el monstruo del miedo, primero pequeñito, pero en pocos minutos y mientras esperaba entre bambalinas, lo doté de largas uñas afiladas y grandes fauces terroríficas hasta convertirlo en algo tan temible, grotesco y salvaje que no tuvo ningún reparo en comerme enterita de un solo y único bocado.

Así que, ¿quién dijo miedo? Yo. Yo lo digo, y lo grito a los cuatro vientos. Miedo. Miedo. Miedo. Miedo. Porque yo lo puedo crear, igual que puedo hacerlo desaparecer. Porque yo puedo elegir vivir pensando en cuántas cosas negativas podrían pasar o en cuánta esperanza hay todavía en el mundo si creemos en ella y actuamos de manera coherente. Porque en mis manos está no dotar a mi pequeño monstruito de crueles herramientas para acabar conmigo como persona y convertirme en un ente amargado que ronda por el mundo pensando en cuándo va a recibir la siguiente estocada. Porque si quiero, puedo eliminarlo, o al menos mantenerlo tan mermado como sea posible con tal de que no condicione mi día a día y me impida vivir felizmente.


Mi miedo es mi responsabilidad, única y exclusivamente mía, aunque provenga de otras personas, entes o sistemas. Mi miedo es mío y de nadie más. Y no le tengo miedo.

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