Yo
solía tener pesadillas. Me había quedado horas en vela pensando en
que en cualquier momento iba a entrar por la puerta una de esas
bandas que roban con violencia. Un par de encapuchados sin escrúpulos
dispuestos a apalizar a quien sea con tal de llevarse un portátil de
mala muerte. Estaba tan segura de que iban a entrar por la puerta de
mi casa que podía oír los pasos y todo, cómo respiraban, cómo se
movían.
Ahora pasan por delante de
la cocina, pensaba, y entonces fabricaba mentalmente, en tres o
cuatro segundos, la estrategia. Movería el mueble zapatero de mi
habitación para bloquear la puerta y mientras tanto llamaría a la
policía. También me asomaría por la ventana y me pondría a
chillar como una loca hasta que se iluminaran todas las ventanas de
mis vecinos. Cuidado. Ya están aquí. Queda nada. Atenta. El corazón
a mil por hora. Intento ponerle coraje al asunto, pero la verdad es
que el miedo me bloquea los músculos y el pensamiento, tanto que
casi no me puedo mover. Y cuando pienso que ya está, que todo ha
terminado, resulta que no pasa nada. Pasan un par de minutos y
tampoco. Nada de nada. Me relajo, y finalmente reúno el valor para
levantarme y asomarme por la puerta. Nada. Todo en orden. Respiro
aliviada.
Me
meto en la cama de nuevo, y aunque no quiero dormirme, el cansancio y
la tensión acumulada me pueden y caigo rendida. Son las cinco de la
mañana.
Es
realmente sorprendente la capacidad que tiene nuestro cerebro para
hacernos creer lo que no es, cómo puede ser más fuerte nuestra
realidad mental que la realidad objetiva, o lo que los seres humanos,
desde nuestra infinita ignorancia, llamamos de algún modo realidad
objetiva. Así somos, así es el miedo, y así nuestra mente. Y
también así es como algo que puede parecer anecdótico nos hace
tremendamente frágiles, tan frágiles como un bebé perdido en el
centro de una gran ciudad. Nos quedamos literalmente en pañales para
quien quiera aprovecharse de ello. Y no son pocos, desgraciadamente.
El
miedo a perder el trabajo, a no poder pagar la hipoteca, a no tener
para comprar un vestido nuevo a nuestros hijos, a la incertidumbre,
el miedo a la libertad, a no seguir el camino marcado, a que los
bancos se queden sin dinero, el miedo al cáncer, a nuestra propia
muerte y a la de nuestros seres queridos, a la guerra y a la
violencia; el miedo al vecino, al aburrimiento y al silencio, a
nuestro jefe o a la proliferación nuclear en Irán, el miedo a
pasear solos de noche por una calle oscura, a cruzarnos con algún
conductor borracho o a que nos chafe un autobús. El miedo a que haya
vida en Saturno, a quedarnos solos. El miedo a todo.
El
miedo. Tan humano y tan inhumano al mismo tiempo. La felicidad es la
ausencia de miedo, dijo alguien alguna vez, pero entonces…
¿realmente existiría sin él? ¿podría existir el ying sin el
yang? ¿la bondad sin la maldad? Quizá nuestra única misión sea
intentar superarlo para vivir lo mejor posible, quizá sólo se trate
de una carrera de obstáculos con el fin de estar lo más preparados
posibles para el Miedo Final. Quizá sea posible superar todos
nuestros miedos pero sólo algunas personas lo consigan. O que la
solución se encuentre sólo en nosotros mismos y en nuestra
capacidad de elaborar complicadas estrategias de superación y
adaptación. Quizá sólo se trate de perderle el miedo al miedo y
aceptarlo para enfrentarlos a él las veces que haga falta, sabiendo
que jamás va a desaparecer. O de, muchas veces, identificar el miedo
que nos manipula, el que proviene de las grandes corporaciones, el
que se nos inculca desde esa pequeña pero poderosa esfera que domina
la humanidad.
¿Pero
cuánto de serio es el miedo? ¿Cómo se mide? ¿Cómo se sabe cuán
importantes son nuestros miedos realmente, si al fin y al cabo no
somos más que insignificantes bichitos que viven en una bola
colgante en la inmensidad de la oscuridad? ¿Y si no somos tan
importantes? ¿Y si nos pasamos el tiempo sufriendo, pensando y
temiendo en lugar de coger lo que está a nuestro alcance y
disfrutarlo? El miedo está basado en la paranoia, que es lo que lo
alimenta; que pensemos en él las veinticuatro horas es lo que le da
fuerzas, tanto que casi podemos convertirlo, si ponemos empeño, en
un verdadero depredador.
Recuerdo
un episodio en la escuela de teatro donde estudiaba. Tenía que
interpretar un papel que me encantaba. El personaje era realmente
delicioso y muy dentro de mí algo me decía que era absolutamente
capaz de representarlo, dotarlo de credibilidad y emocionar al
público presente. Pero la inseguridad, el miedo al qué pensarán y
a la crítica del día posterior y el pánico a la opinión que mi
profesor pudiera tener de mi actuación me empequeñecieron hasta
niveles que, la verdad, nunca hubiera imaginado. Y la actuación,
obviamente, fue un fiasco absoluto. Sencillamente la salvé como
pude, primero por mi compañero de escena y segundo para no largarme
corriendo de allí y montar un número. De nuevo el miedo me comió
de un bocado. Después escupió los huesecillos y allí quedé yo,
desanimada y con la autoestima por los suelos. Lo que aprendí de
aquel episodio es que quien me tragó, masticó a su antojo, y
después escupió fui, en el fondo, yo misma. No fue ni mi profesor,
ni fueron los nervios, un texto complicado, o un lapsus memorístico.
Fui yo y nadie más que yo. Yo creé el monstruo del miedo, primero
pequeñito, pero en pocos minutos y mientras esperaba entre
bambalinas, lo doté de largas uñas afiladas y grandes fauces
terroríficas hasta convertirlo en algo tan temible, grotesco y
salvaje que no tuvo ningún reparo en comerme enterita de un solo y
único bocado.
Así
que, ¿quién dijo miedo? Yo. Yo lo digo, y lo grito a los cuatro
vientos. Miedo. Miedo. Miedo. Miedo. Porque yo lo puedo crear, igual
que puedo hacerlo desaparecer. Porque yo puedo elegir vivir pensando
en cuántas cosas negativas podrían pasar o en cuánta esperanza hay
todavía en el mundo si creemos en ella y actuamos de manera
coherente. Porque en mis manos está no dotar a mi pequeño
monstruito de crueles herramientas para acabar conmigo como persona y
convertirme en un ente amargado que ronda por el mundo pensando en
cuándo va a recibir la siguiente estocada. Porque si quiero, puedo
eliminarlo, o al menos mantenerlo tan mermado como sea posible con
tal de que no condicione mi día a día y me impida vivir felizmente.
Mi
miedo es mi responsabilidad, única y exclusivamente mía, aunque
provenga de otras personas, entes o sistemas. Mi miedo es mío y de
nadie más. Y no le tengo miedo.
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